Colombianos debaten servicio militar ante paz

Guardias presidenciales cargan el féretro de un soldado muerto en una emboscada de la guerrrilla Ejército de Liberación Nacional durante las ceremonias fúnebres del 29 de octubre del 2015 en Bogotá. De los seis países latinoamericanos SACHICA, Colombia (AP) — Omar Rodríguez Pardo dejó su pueblo forzado por los militares que se lo llevaron en un camión del Ejército y volvió ocho meses después en un ataúd. Cuando los soldados le entregaron el cuerpo a su madre, sus restos estaban desmembrados por la metralla.

Eran las cuatro de la tarde del primer día de marzo y Omar esperaba el autobús cuando de un vehículo militar bajó un grupo de uniformados que lo forzaron a subir. Los soldados le pidieron que mostrara su tarjeta militar, que acredita que cumplió los 18 meses de instrucción militar obligatoria para todos los colombianos, pero Omar carecía del documento porque nunca regresó al cuartel a pesar de que se había hecho el examen médico.

Pocos meses después la guerrilla del ELN terminó con su vida en una emboscada en Boyacá en la que Omar y 11 soldados más murieron tras ser acribillados. La guerrilla además sembró su cuerpo de explosivos para dificultar su rescate lo que provocó una ola de indignación nacional.

Tenía 18 años, la tez morena, espinillas en la cara y el pantalón machado de tierra después de un día de trabajo en los campos de Sáchica, un pequeño pueblo de casas blancas y techos de teja a cuatro horas en automóvil de la capital, Bogotá. Los pocos atractivos de pueblos campesinos como éste son la pintoresca iglesia colonial de la plaza y los chicos como Omar, que descansan bajo los árboles tomando un refresco. A pesar de la tranquilidad del lugar, ni un homicidio en 9 años, periódicamente el Ejército recorre la zona a la caza de jóvenes que rechazan prestar el servicio militar.

“Los pobres vivimos en el campo la guerra que en la ciudad no quieren ver”, explica entristecido su hermano Ricardo Rodríguez a The Associated Press. Su madre, Alicia Pardo, ni siquiera pudo contenerse y enrabietada estalló frente a los periodistas durante el funeral que le preparó el Estado y al que asistió el presidente Juan Manuel Santos. “Se lo llevaron sin darle tiempo de nada ni de decir nada, solo vamos y ya”, clamó aquel sábado de sol de finales de octubre.

En Colombia es obligatorio que todos los jóvenes hasta los 28 años presten el servicio militar que tiene una duración de entre 12 y 24 meses, un requisito imprescindible para conseguir empleo o, hasta el año pasado, poder obtener un título universitario. El servicio militar obligatorio fue diseñado como una forma de reunir en los cuarteles estratos sociales que jamás coincidirán en la calle con el objetivo de defender la patria de un conflicto interno que dura más de 50 años contra las guerrillas de izquierdas.

Pero la realidad es que hasta ahora la guerra en Colombia la han hecho los pobres.

Los camiones militares nunca recorren los barrios de clase media y alta en busca de chicos a los que alistar ya que ahí hay poco que cazar. Para los jóvenes de las familias acomodadas es fácil escapar el requisito alegando un motivo, como inscribirse en la universidad y con el pago de un impuesto que oscila 300 a 1.200 dólares dependiendo de los ingresos de la familia. Por eso, el 90% de los jóvenes que prestan el servicio militar pertenecen a las clases bajas de la sociedad, mayoritariamente campesinos, indígenas o jóvenes de las barriadas pobres de las ciudades: casi 10% a la clase medias y sólo el 0’1% de los jóvenes da las clases altas, según el Colectivo Colombiana de Objetores de Conciencia.

En 2013 fallecieron 40 soldados como Omar, en 2014 fueron 27 y en 2015 otros 15 jóvenes murieron prestando el servicio militar obligatorio, según Julián Bello del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos que ha elaborado un largo informe sobre estas ‘batidas’, como son conocidas las redadas para llevarse chicos al cuartel.

Colombia uno de los seis países de América Latina, incluyendo Brasil, Cuba o Bolivia, con servicio militar obligatorio pero, de todos ellos, Colombia es el único que está oficialmente en guerra. Según el Ejército 25.000 soldados han muerto desde que comenzó el conflicto.

“La guerra en las ciudades no se siente porque nuestros hijos no pagan el costo del servicio militar”, resume la senadora del Partido Liberal, Nervia Morales, una de las encargadas en el Congreso de la reforma militar. “La guerra en este país se hubiera acabado mucho antes si nuestros hijos tuvieran que pasar por el Ejército” explica a AP.

Una de las promesas de campaña de Santos en 2014 fue la eliminación del servicio militar si ganaba las elecciones y firmaba la paz con la guerrilla. El tema, sin embargo, ha desaparecido de su discurso y a cambio Santos impulsa una reforma que suaviza ligeramente la actual situación. Entre otros cambios regula la objeción de conciencia, unifica el tiempo del servicio militar en 18 meses y ya no será necesario haberlo cumplido para conseguir un trabajo.

Además doblará el sueldo de los soldados, de 34 a 73 dólares mensuales. Según cifras del Ejército hay 565.000 jóvenes entre 18 y 28 años que no tienen resuelta su situación militar, lo que les ha impedido encontrar un trabajo, un lujo demasiado alto en un país con un alto desempleo juvenil.

Actualmente Colombia tiene uno de los Ejército más grandes de la región, con más de 250.000 hombres pero sólo unos 100.000 son profesionales y, según el general Alberto Mejía, Comandante del Ejército, habrá que mantener el actual nivel de tropas durante varios años aunque Santos logre firmarla paz en el mes de marzo con las FARC, el grupo insurgente más grande del país con cerca de 7.000 rebeldes en armas.

“Se vienen 10 años complicados, con retos complejos en materia de seguridad y para eso necesitamos al Ejército, y los soldados son el Ejército”, dijo durante el debate de reforma que impulsa el Ministerio de Defensa.

Sin embargo el aspecto más turbio del actual servicio militar, y que siembra el pánico entre los jóvenes de los pueblos y suburbios de las ciudades que no han resuelto su situación, tiene que ver con el reclutamiento forzoso o ‘batidas’.

“Cuando aparecen en el pueblo salimos corriendo o nos escondemos para que no nos atrapen”, confiesa William Jerez, un joven de 18 años que descansa en la plaza del Sáchica junto a tres amigos sin perder de vista cada vehículo que irrumpe en el apacible pueblo.

La justicia colombiana ha declarado varias veces como ilegales las ‘batidas’. La última vez, el mes pasado, la Corte Suprema de Justicia comparó esta práctica con el secuestro.

El partido izquierdista y opositor Polo Democrático Alternativo denunció en el Congreso que entre enero y julio se registraron 71 batidas que se llevaron a 219 jóvenes sólo de los barrios pobres de Bogotá. Según Julián Bello, del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, que ha elaborado un largo informe sobre las batidas explica que el Ejército necesita casi 100.000 jóvenes cada año que consigue por las buenas o por las malas.

El coronel Elkin Alfonso Argote, oficial responsable de la zona de reclutamiento donde fue capturado el fallecido Omar, explicó que “era un infractor porque no se había presentado voluntariamente a resolver su situación y la ley nos habilita a compelerlo”. Sobre las batidas justificó que “si se han dado no volverán a repetirse”, explicó vía telefónica a la AP.

“Lo más duro fueron los entrenamientos en el lago porque yo ni sé nadar”, cuenta a la AP Jeferson Chayan un joven desertor. Chayan fue reclutado por la fuerza cuando caminaba por las barriadas de la periferia bogotana y terminó sirviendo al Ejército durante tres meses en Arauca hasta que huyó cuando le dieron su primer permiso. Jeferson perdió su empleo cuando fue reclutado y no ha vuelto a conseguir otro porque tiene un proceso judicial abierto por ser remiso y por el que podría pagar una condena de entre 6 meses y 2 años de cárcel.

Omar Rodríguez, sin embargo, si tenía empleo; recoger cebollas y tomates desde que sale el sol hasta que se oculta junto a la miserable casa de adobe y aluminio en la que vivía.

Paradójicamente hoy, junto a la cama que compartía con su primo, su familia lo recuerda con unas velas y una foto donde aparece impecablemente vestido con el uniforme que nunca quiso llevar.

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