La odisea de una abuela secuestrada en México

AHUEHUEPAN, México (AP) — Le prometieron que no le pasaría nada y que después de pagar el rescate podría ver a su marido. Yolanda Álvarez Antúnez lo creyó. La madre de cinco hijos y abuela de 13 no vio otra opción.

En una camioneta vieja que conducía su cuñado llegaron al cruce de un camino donde le dijeron que alguien los esperaría, pero nadie estaba. Discutieron unos segundos sobre si era mejor irse pero decidieron continuar.

Hacia las 10:30 de la noche entraron a un pueblo en la zona montañosa del estado sureño de Guerrero. Dos camionetas llenas de hombres armados les cerraron el paso. Uno se acercó a pie.

—”¿Es usted la del teléfono?”, le preguntó.

Ella también reconoció la voz. A la voz que por una semana habían ambos habían escuchado finalmente le ponían un rostro.

El hombre pidió el dinero y ella le estiró la bolsa de plástico llena de billetes. Su esposo no se veía por ningún lado. Entonces todo se descompuso.

—”¡Bájense!”, gritó el hombre.

—”¿Pero por qué?”, intentó reclamar. “Si me dijeron que tenía palabra y que no nos iban a hacer daño”.

El hombre subió la voz y le repitió que se bajaran. Le ordenó subirse a una de las camionetas. Sin decir nada, su cuñado fue llevado a la otra.

Al lado de ella se colocaron dos hombres armados. El hombre que al que después conocería como “El Nico” se puso al volante.

—”Se va a quedar usted, porque su esposo escapó”, le dijo. “Y hasta que no (lo) recuperemos, o regrese, va usted a irse”.

Encendió el carro.

—”Y no queremos que chille, porque no nos gustan las mujeres chillonas”, le advirtió.

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“Deme la mano señora”, le pidió el joven. “Démela, no tenga miedo”. Su amabilidad contrastaba con la agresividad de los otros. Comenzaron a subir por un pequeño camino que iniciaba en la carretera y subía por un cerro, en medio de la oscuridad.

Delante y atrás de ellos iban varios hombres armados que caminaban con cierta seguridad. Obviamente, no era la primera vez que pasaban por ahí, pensó Yolanda.

Cuando llegaron al campamento a su cuñado le vendaron los ojos y le amarraron las manos. A ella sólo le taparon los ojos. A los dos les ordenaron que se acostaran sobre la tierra y les dieron una cobija.

En la madrugada sintió que alguien metía una mano en el bolsillo de su pantalón. Se movió y un hombre le preguntó qué tenía ahí. “Doscientos pesos que traigo por si se me acababa la gasolina”, le respondió. El hombre tomó el billete y no revisó el otro bolsillo, donde ella guardaba un rosario de plata.

Sus captores les advirtieron que si querían ir al baño que avisaran, que no se levantaran sin decir nada porque podrían dispararles. En algún momento a ella le pidieron que alzara la cabeza y le colocaron algo como almohada (más tarde vería que eran dos overoles doblados).

Esa noche no pudo dormir. La misma idea le venía una y otra vez, más una esperanza que una certeza: quizá su marido no había escapado, tal vez sí lo habían mandado en un taxi a su casa.

“Señor, qué bueno que le vine a quitar un poquito de sufrimiento a él”, se decía en silencio, mientras sentía cómo algunos insectos caminaban bajo su espalda. Al menos su “Beto” estaría en casa.

Se conocieron a finales de la década de 1970 en Iguala, una ciudad que se extiende en un valle rodeado de montañas al norte del estado de Guerrero. Yolanda estudiaba ahí para ser educadora; Luis Alberto Castillo acababa de abandonar sus estudios en la Ciudad de México también para ser maestro y siguió a su papá, recién separado. Pronto, ella dejó luego la escuela para casarse con él.

En 1991, Luis Alberto perdió su trabajo y la pareja resolvió mudarse a Ahuehuepan, una comunidad de poco más de 500 habitantes con una sola caseta telefónica y prácticamente sin señal de celular. Abrieron una pequeña tienda a la orilla de la carretera, donde también abundan los restaurantes.

Tuvieron cinco hijos y llevaban una vida tranquila, incluso cuando Luis Alberto enfermó de diabetes y la dolencia empezó a afectarle la vista.

En 2012, sin embargo, las cosas habían cambiado: las ventas bajaron porque cada vez había menos personas que viajaban por esa carretera que conecta Iguala y Altamirano, dos ciudades donde grupos rivales del narcotráfico impusieron el terror a través de asesinatos, extorsiones y secuestros. Su intención: controlar importantes rutas para mover la goma de opio procedente de la amapola de las montañas hacia el mercado de Estados Unidos.

Según cifras oficiales, más de 25.000 personas han desaparecido desde 2007, aunque muchas de ellas han atraído poca atención. Esa realidad cambió el 26 de septiembre de 2014, cuando la desaparición de 43 estudiantes, tras ser detenidos por policías, provocó indignación dentro y fuera de México.

Poco más de 100 cuerpos han sido descubiertos en fosas clandestinas, aunque la mayoría permanecen sin ser identificados. El resto de los secuestrados en autobuses, carreteras o sacados de sus casas o una tienda, simplemente siguen desaparecidos. A diferencia de los 43 estudiantes, ellos son conocidos como “Los otros desaparecidos”.

La mañana del 10 de enero de 2013, Yolanda salió a Iguala para ver si el Seguro Social tenía lista la cita para atender a su esposo de la retinopatía diabética que le estaba quitando la vista. Ese jueves, Luis Alberto se quedó en Ahuehuepan para atender la tienda.

Fue cuando una camioneta roja con cuatro hombres se estacionó frente a la tienda y uno de ellos entró y dijo a Luis Alberto que se iba a ir con ellos.

Beto, como le decían, era un hombre robusto y alto de 54 años. Intentó resistirse y se agarró de un tubo afuera de la tienda. Un segundo hombre bajó, le puso un arma en el costado y ya no opuso resistencia, según contó a Yolanda una mujer que observó a pocos metros el momento del secuestro.

Horas después, Yolanda recibió la llamada: “Yo soy el que tengo a su marido, si lo quiere volver a ver con vida necesitamos que me entregue 500.000 pesos”, le dijo el hombre.

Eso era casi 40.000 dólares. Yolanda le dijo que era mucho dinero, que la familia estaba en medio de una crisis económica. Le repitió que consiguiera el dinero si quería ver a su esposo con vida.

Las llamadas se repitieron por una semana. El hombre exigía el dinero y Yolanda le decía que había conseguido algo, pero no la cantidad completa.

Cerca de las seis de la tarde del siguiente miércoles el teléfono sonó. En esta ocasión escuchó otra voz, una conocida: su marido.

“¿Sabes qué ‘chaparra’?”, le dijo, “has lo que tengas que hacer, vende lo que tengas que vender, porque aquí todos los días me dan una chinga que ya no puedo ni ver, ya no veo, ya casi no veo”.

Yolanda le pidió que tuviera fe, que rezara, pero antes de poder decir algo más la voz del secuestrador le machacó en el oído que ya no le darían más tiempo.

“Ya nos cansamos de estar cuidando a este viejo”, dijo el hombre y cortó la llamada.

El teléfono sonó tres horas después. ¿Cuánto dinero tenía? En total, 120.000 pesos, dijo Yolanda.

“Ya tráigamelos, ya tráigame lo que tenga reunido”, dijo el hombre. Le dio instrucciones y le aseguró que después de que ella llevara el dinero, su marido regresaría a su casa en un taxi.

Yolanda puso el dinero en una bolsa de plástico, se cambió las sandalias por unos tenis y se puso un chaleco. Espero a su cuñado y se fueron en la camioneta usada de su papá.

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Al paso de las horas la venda de los ojos se cayó. Vio que en total había 18 hombres armados, la mayoría jóvenes, como de 20 años.

El Nico, con quien había negociado el rescate, era un hombre flaco, alto, moreno y con los hombros hacia adelante. El otro, quien estuvo en el asiento del copiloto era el Tucán, de estatura mediana y moreno claro que actuaba como el segundo al mando y responsable directo de los hombres en el campamento.

Horas antes la habían interrogado en la camioneta: ¿Quiénes eran los más ricos del pueblo? ¿Cuánto le habían dado sus padres? ¿Tenía ella más dinero? Yolanda estaba segura que si daba detalles pondría en riesgo a su familia y a otros.

Les dijo que no tenían dinero, que sus papás le habían dado muy poco, que habían pedido prestado, que tenían deudas desde antes y que incluso tuvieron que irse un tiempo a Nayarit, otro estado del Pacífico mexicano al norte de Guerrero, para ver si ella conseguía un empleo, porque la enfermedad de su esposo se agravaba y la dificultad para ver le complicaba trabajar.

“Pues si quiere trabajar, nosotros le damos trabajo. Y pues sirve que paga sus deudas”, le dijo El Nico. Le ofrecieron que fuera uno de ellos. “Matar, cortar cabezas, torturar…”, siguió.

“Válgame Dios, yo no nací para eso”, le respondió Yolanda.

La primera noche, algunos de los jóvenes fumaban marihuana y oyó que algunos aspiraban con una pajilla algo de una olla. Se mostraban entre ellos imágenes de mujeres desnudas en sus celulares y de pronto algunos pelearon.

“Hubo una discusión muy fuerte entre ellos y me dio miedo”, recordó Yolanda, una mujer de entonces 53 años. “Miedo de que ya estando drogados fueran a hacerme algo”, dijo.

Yolanda tenía su rosario de plata en el bolsillo, pero temía que se lo robaran si lo sacaba. Por eso usó las puntas de sus dedos como misterios de un rosario improvisado y comenzó a rezar en silencio.

“Ellos diciendo tontería y media y yo rezando, yo rezando”, dijo. Esa noche tampoco pudo dormir. Y volvió a pensar que al menos su marido estaría de vuelta en casa.

Pero no la golpearon ni maltrataron.

En la mañana, los hombres compartieron el desayuno de chile con queso, frijoles y tortillas hechas a mano. Luego supo que la comida era preparada en un pueblo cercano.

Yolanda es una mujer bajita y delgada, con el pelo rizado que le cae hasta la mitad de la espalda. Sus ojos son de un café tan claro que, a veces, cuando les dan el sol, puede pasar por verdes.

“¡Ah! ¡Está guapa la señora! ¡Tiene ojos claros!”, dijo uno de los hombres la primera mañana. “¿Y no tiene hijas?”, le preguntó. “¡No!, tengo puros hijos”, le repitió dos veces, seria. Yolanda llegó a preguntarse ¿qué pasaría por la mente de sus hijos? ¿Cómo estarían?, pero rápidamente la mente se iba hacia su marido, a rezar.

Los hombres solían hablar de enfrentamientos, de que tenían que cuidarse de la policía, del territorio que decían les pertenecía, de la zona que no debían pasar porque ya era del grupo rival. Decían que ellos eran “La Familia Michoacana”, un cártel de las drogas que surgió en el estado vecino de Michoacán.

Hasta entonces, los cárteles de las drogas y la violencia del narcotráfico eran algo lejano para ella. “Nada más se oían rumores de que andaba todo eso mal, que había gente armada”, dijo. Luego su marido fue secuestrado y ahora ella estaba ahí, cautiva.

Después de que la detuvieron, El Nico le reclamó que faltaban 5.000 pesos del rescate de su marido. Ella lo negó, dijo que lo había contado. Quizá, dijo el hombre, estaba nerviosa y contó mal. Y eso lo tendría que explicar al “Patrón”, al jefe.

Aún no terminaba la mañana del jueves, cuando le acercaron un teléfono. Era el “Patrón”. Oyó la voz de un hombre de quien no sabría más, ni volvería a escuchar.

“¿Qué pasó señora con el dinero?”, le preguntó.

Otra vez la extraña mezcla entre un amable “señora” con una amenaza implícita.

“A lo mejor porque yo estaba muy nerviosa conté mal”, le respondió. “¿Qué más podía hacer?”, dijo.

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Cuando El Tucán se acercó a preguntarle con quién tendría que negociar su rescate, Yolanda no lo podía creer. “¿Cómo es posible?”, preguntó. “Si yo les dije que no tenemos dinero”.

El hombre subió el tono e insistió. ¿Sería alguno de sus hijos? “No, va a ser mi hermano”, le dijo. El mismo número, el de la caseta telefónica de Ahuehuepan.

Salvo que ellos preguntaran, ella prácticamente no hablaba. La mayor parte del tiempo sentada en una piedra. Miraba y escuchaba. Oyó el ruido de un helicóptero que pasaba por encima de ellos, cubiertos por las copas de los árboles.

“Si se pudiera avisarles que estamos aquí”, pensó. “Como una película”. Pero no se podía.

Obedecía en todo: cuando le decían que se acostara, que se quedara sentada; no se quejaba cuando tenía que pedir permiso y un hombre armado la acompañaba y se quedaba muy cerca de ella cuando tenía que ir al baño. Y el obedecer y no quejarse le hacía pensar que tarde o temprano le ayudaría a salir de ahí.

Aunque estaban en lo alto de un cerro, parecía un campamento familiar para ellos: el piso de tierra estaba limpio de hojas y alrededor habían sido acomodadas piedras para formar pequeñas bardas que delimitaban el lugar.

Por momentos, el viento llevaba un zumbido conocido: el ruido del motor de un tráiler y entonces recordaba que estaban cerca de la carretera. El olor a plantas, a tierra, cedía al del sudor y los cigarrillos de los hombres que la cuidaban.

Su propio olor empezaba a incomodarla. No podía limpiarse, si acaso las manos con un poco del agua que le daban a beber en una botella de plástico. “Levantarme y sentir que ya la ropa, pues ya está sudada y uno acostumbrado a bañarse del diario”, dijo.

Las horas pasaban lento, como en una pesadilla de la que no podía despertar. Su mente estaba en blanco por el miedo y el impacto. Pero también había resignación: “¿Qué haces, más que estar entregada a lo que venga?”, dijo.

El viernes El Tucán tuvo otro reclamo. ¿Qué pasaba en su pueblo? Ella no entendía. “No sé ni de qué me está hablando. Yo estoy aquí con ustedes”, dijo.

Después de su secuestro, los habitantes de Ahuehuepan cerraron la carretera del pueblo y exigieron un retén para impedir más secuestros.

Los secuestradores no estaban felices con la conmoción mientras intentaban negociar rescates por sus víctimas, a las que simplemente llamaban “ardillas”. Todo lo que ella supo fue que de pronto tenían que moverse de lugar. Bajaron el cerro y luego lo subieron de nuevo, aunque a una zona aún más alta.

La noche cayó en el nuevo campamento y Yolanda susurró a su cuñado que no se durmiera, no fuera a picarles un alacrán o una víbora. Pasó entonces por su mente la posibilidad de morir, de que si la picaban o mordían no alcanzarían a llevarla a tiempo a ningún hospital. Pero los obligaron a acostarse y después de dos noches sin dormir, el cansancio finalmente la venció.

La mañana del sábado los levantaron con la noticia de que regresarían al campamento original. Poco antes del mediodía el radio volvió a sonar. Tenían que bajar a las “ardillas” a la carretera.

“Ya se va a ir señora, parece que ya se va a ir si ya dan el rescate”, le dijo uno de los hombres.

Pasaron más horas. Fueron a otro lugar: un cementerio donde los hombres recibieron su pago quincenal.

Y luego los llevaron a un cruce en una carretera donde estaba un viejo “vocho” blanco, un Volkswagen escarabajo. Al volante estaba su hijo menor y al lado su sobrino, el hijo de su cuñado. Llevaban el dinero, aunque sólo 100.000 de los 500.000 pesos que pidieron.

Pero los problemas aún no terminaban. “El Nico” se acercó una vez más a ella. “Faltan 2.000 pesos”, dijo. “¿Quién se queda, usted o los chavos?”, preguntó.

En medio de su angustia, otro de los hombres se compadeció e intervino. “Ya, déjalos ir, ¿qué son 2.000 pesos? Total, déjalos ir”, le dijo.

“El Nico” pensó un poco. “Ya váyanse”, concedió.

Subió al auto y preguntó a su hijo: “¿y tu papá? ¿Dónde se quedó? ¿En la casa o está con tus abuelitos”.

“No mamá”, le dijo el muchacho, “mi papá no ha regresado”.

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Cuando la liberaron, su hermana y su mamá la abrazaron y lloraron. Pero ella no pudo. Al siguiente día salió rumbo a Iguala con su hijo menor y sólo ahí las lágrimas por fin brotaron, “cuando sentí el peso de la soledad”.

Tiempo después, Yolanda regresó a Ahuehuepan y recientemente reabrió la tienda, hasta donde le llegaron rumores de que habían visto a su marido. En una ocasión, un hombre que por años fue cliente de su tienda, le dijo que un amigo estuvo secuestrado y le contó que había estado en un lugar donde vio a Beto, que estaba mal de salud y que lo sacaron a que tomara aire y ya no volvió.

Ella todavía se despierta por las mañanas en espera de un milagro: que Beto reaparezca. Pero eso no ha pasado.

Aún lucha para entender lo que pasó, de haber logrado volver a casa tras su secuestro, pero sufrir aún el de su marido. Después de su calvario, Yolanda se volcó hacia su fe.

“Me traté yo mismo de revalorizar y evaluarme su podía con esta situación sola. Y sí”, dijo. “Yo dije: ‘tengo que poder con todo esto, porque por algo me pasó’ y como nos han hablado dentro de nuestra religión, Dios no nos manda (algo) a los corazones débiles. Cuando es un dolor tan grande el Señor sabe a qué corazones nos lo da, porque son esos que los podemos superar”.

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E. Eduardo Castillo está en Twitter como: http://www.twitter.com/EECastilloAP

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